Desde hace 11 años un grupo de
voluntarios de la Ongd
Persona Solidaridad, visitamos cada verano el pueblo de Villa
Rica en la Selva Central
de Perú.
Aquí comenzamos y aquí seguimos,
tratando de contribuir a un mundo más justo donde se viva con más dignidad y
con una educación de calidad para todos.
Pero los datos del último informe
del Banco Mundial sobre 15.000 escuelas de 7 países latinoamericanos, no son
muy alentadores. Los docentes pierden un día de clase cada semana y en los años
60, en Perú, el sueldo triplicaba al actual. Estamos en uno de los países que
menos invierte en educación.
Pero nosotros creemos que la
educación es la base del desarrollo y trabajamos en este distrito con la
esperanza que dan los logros conseguidos.
Baste un ejemplo. Gaby está a punto de terminar sus estudios universitarios de
Contabilidad gracias a una beca que ha llegado desde Burgos. Es de una familia
muy pobre y habla con madurez y entusiasmada de la preparación de su trabajo
final de licenciatura. Le animamos a seguir su formación.
En Perú hay más de 50.000
escuelas. Muchas se encuentran situadas en comunidades indígenas y en algunas
el profesor de la escuela primaria desconoce el idioma nativo. En las aldeas
del río Tambo faltan más de un centenar de profesores y han tenido que echar
mano de alumnos que acaban de terminar secundaria. En la ciudad de Atalaya la
ong Persona Solidaridad apoya un proyecto único promovido desde Cáritas Selva
Central: Nopoki, una universidad para indígenas. Una oportunidad para los
jóvenes nativos de la selva que pueden así estudiar un magisterio bilingüe y
alcanzar una formación integral que repercuta el día de mañana en el desarrollo
de sus comunidades.
El informe también revela que un
75% de los docentes son mujeres con posición económica baja y que en muchos
casos fueron la primera persona de su familia que accedió a la universidad. Es
una de ellas, Lesley, la que nos invitó hace unos días a visitar a algunos de
sus alumnos más desfavorecidos.
Encontramos a Sandra en un
pequeño cuarto de alquiler de no más de 12 m2. Allí vive con su hermano y
con su madre. Su papá los abandonó y han venido desde Iscozacín, a más de 4
horas de aquí. La entrada insalubre al recinto, donde viven con otras familias,
no debe distar mucho de las favelas
brasileñas o del slum más paupérrimo de Nairobi. Y a nosotros esta chiquilla de
12 años nos parece una heroína. Rodeada de aguas putrefactas saca arrestos para
vestir con dignidad y voluntad para ser buena estudiante.
Igual que Juan Daniel, un preadolescente
al que visitamos en su sencilla y nueva casa, construida con ayuda del pueblo
tras el incendio que arrasó la antigua. Nos dice que repitió un año por “juguetón”,
pero parece que aprendió la lección y ahora sabe que estudiar es el único modo
de salir para adelante. Trabaja en un chifa, un restaurante con influencias de
la cocina china, de 6 a
11 de la noche, lavando platos. La vida le aprieta y él, con su mirada
vivaracha, la mira desafiante.
Tras visitar a más familias hemos
vuelto a casa sobrecogidos por el rostro terrible de la pobreza, que todavía es
más cruel cuando acecha a los niños que siempre nos sonríen inocentemente.
No reafirmamos: la educación es
la clave del cambio, la que hará ciudadanos críticos con sus gobernantes, más
responsables con su selva, más cuidadosos con sus ríos, más conscientes de las
pobrezas escondidas, más sensibles al sufrimiento de sus vecinos, personas
mejores y más felices.
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