lunes, 22 de marzo de 2010

Con los pobres de la Tierra

Os pongo aquí un texto de Fernando Cardenal, del libro Junto a mi pueblo, con su revolución.


A mí me impresionó mucho. Espero que a vosotros también la vida de los pobres os haga pensar y agradecer a cada momento los regalos que nos da la vida sin haber hecho nada por merecerlos.


Una vez llegó a mi casa una vecina como a las 10 de la noche, desesperada y ahogándose por las lágrimas, me pidió que la llevara al hospital con su hijita Jessenia, de pocos meses de edad, porque, según me dijo, se le moría. Por desgracia ya estaba muerta. Ya no se podía hacer nada por su vida. Fui después a la casa. La mamá de la niña vive con su suegra. La casa consta de un solo cuarto y un corredor. En ella vive la abuela y sus cuatro hijos, dos de ellos con sus esposas y sus respectivos hijos, total, catorce personas. Algunos de los chavalos sacan cartones del cuarto y duermen en el corredor. El papá de Jessenia carga bultos en el mercado Roberto Huembes, y el otro hijo casado, lisiado de guerra, cuida carros en el mercado Oriental. En el corredor de la casa hay tres pupitres destartalados para sentarse, pero no hay ni una mesa para poner el cadáver de la tiernita durante la vela. La abuela la tuvo cargada en sus brazos deshecha en llanto. Nadie en el barrio se dio cuenta de nada. Algunas de las calles son muy oscuras y así nos fuimos a buscar un carpintero que nos quisiera hacer un pequeño ataúd para la niña. Cada paso en la vida de los pobres es difícil. Había también que encontrar dónde enterrarla y cómo.


Ningún vecino se dio cuenta de la muerte. Ya todos estaban dormidos. Todo en el barrio era tranquilidad. Se sentía así la más profunda soledad y abandono de esta familia. Ante la niñita muerta me hice muchas reflexiones sobre la forma en que viven los pobladores del barrio. La muerte es el final de un proceso que comienza con el desempleo y termina en la muerte. Es el final lógico.
Esa noche me parecía que esta niña muerta era como un símbolo de la orfandad y abandono en que viven los pobres en los barrios marginados de Managua. Según la encuesta de CID Gallup de esa época, sólo el siete por ciento de los entrevistados estaba cubierto por el seguro social. Por otro lado sabemos que el 47% de los nicaragüenses está en el desempleo o subempleo, o sea, sin ningún seguro. Igual están las empleadas domésticas, campesinos, jornaleros, artesanos y tantos otros. Pero aun los asegurados no tienen todos los servicios cubiertos y, además, sólo las medicinas más corrientes las paga el seguro social.
Esa noche, junto a la familia de la Jessenia, pensé que lo más grave de todo lo que sufren los pobres es la inseguridad. No tienen seguridad de si podrán conseguir alimento para sus hijos al día siguiente, ni medicinas si se enferman. Inseguridad ante los robos y la delincuencia. Muchos de ellos no tienen muy en regla los títulos de sus terrenitos, o no los tienen del todo. Inseguridad de poder pagar mes a mes el agua, la luz. Cada comienzo de semestre escolar trae la angustia de no saber cómo conseguir todo lo que se necesita para poner a los hijos de nuevo a estudiar. Inseguridad ante el comienzo del invierno pues no saben cómo podrán conseguir zinc para cambiar el techo que deja pasar toda el agua y también cemento para componer la parte inferior de la casa que se les inunda cada vez que llueve. Ante los grandes problemas de sus vidas están solos, indefensos, desamparados, inseguros.


Pensando en la inseguridad, me parecía que una de las pocas seguridades que tienen es la de saber que nunca mejorarán sustancialmente el nivel de vida que están llevando ahora, saben que no tienen estudios y que es dificilísimo conseguir empleo. Las únicas cosas que ven cambiar de verdad son los precios de la canasta básica y de los servicios públicos. Esto lleva en algunos casos a la desesperación. Una vecina bastante joven todavía, sin trabajo y cuyo marido consigue sólo trabajos ocasionales, ella con dolor casi permanente en el cerebro, (así llaman al dolor en la parte posterior del cerebro), con gastritis y con la dentadura destruida, me decía hace algunos días que no ve esperanza de cambio para su vida por ningún lado: “Estoy cansada de luchar, estoy cansada de vivir”, me decía entristecida.

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