domingo, 5 de febrero de 2012

NO QUIERO ACOSTUMBRARME

Llegué a Dar es Salaam, por primera vez, a principios de julio de 2007 y creo recordar que al día siguiente de mi llegada pude visitar el barrio de Keko. Un barrio marginal, mísero, lleno de esa gente que un antropólogo inglés llama “expendables”, los sobrantes, los prescindibles o como diría Eduardo Galeano, “los nadies”. Gente que no cuenta para nadie, que a nadie importa…


Dar es una ciudad triste, difícil, como muchas ciudades africanas atestadas de coches, de bicicletas, sin aceras. Con ese calor pegajoso del trópico que no invita a vivir. Miles de dala-dalas, el transporte público, agolpándose en cada recodo y gente que grita indescifrables destinos y un misterioso orden en el caos más absoluto. Y así se mueven miles y miles de tanzanos todos los días, en pequeñas furgonetas abarrotadas. Hace unos días puede vivir esta experiencia en mis propias carnes. El dala-dala en el que me monté no tendría, en sus orígenes, más de 10 o 12 asientos pero en aquel momento íbamos más de 25. Apretujados, comprimidos. ¡Señora, no me pise! ¡Por favor no me meta el codo en el…! ¡Quite su cul… de mi cara! Y todo condimentado con un calor húmedo que te va poniendo a prueba. Algo inhumano a lo que deben acostumbrarse los tanzanos.
En enero ha llovido mucho. Estamos en la época y hay charcos donde casi se podría nadar. Se forma barro en todas las calles, muchas sin asfaltar. Suciedad por doquier, agua estancada que es caldo de cultivo para los mosquitos que transmiten la malaria. En Dar hay mucha malaria.
Son las siete de la mañana y todo Dar está en la calle. Una gran algarabía recorre la ciudad desde primeras horas. Para los tanzanos es la una. Ellos empiezan a contar el día desde la salida del sol a las seis. Y ya puedes encontrar cualquier cosa en los puestos de todo tipo esparcidos en la cuneta de las carreteras: frigos, camas, sofás… Y gente vendiendo chicles, tarjetas de teléfonos, periódicos, bebidas frías, toallas para secarse el sudor,… entre los coches.



Metido de lleno en un atasco que duró más de una hora pensaba, en todo esto que os cuento ahora, hace unos meses. Y gritaba: ¡No quiero acostumbrarme! ¡No quiero acostumbrarme a los pobres! Cuando ya has visto pobreza para aburrir por la televisión y también en vivo, puede llegar ese momento en el que nada te llama la atención, todo te resbala y no te importa, en absoluto, quien sufre. Puede llegar el día en que te encuentres, como dice la canción, “con un corazón de piedra, acomodado en tu casa sin jugarte la vida, sin gastarla por nada”.
Siempre estamos eligiendo. Podemos decir con Mercedes Sosa en una de sus canciones más conocidas, “no quiero saber nada con la miseria del mundo hoy” o podemos unirnos al himno de Ana Belén y cantar que “que el dolor no me sea indiferente, que la reseca muerte no me encuentre vacío y solo sin haber hecho lo suficiente”.
¿A nadie le importan los pobres? No, siempre hay alguien con un inédito interés por lo perdido, con una extraña predilección por lo débil, con una tendencia, casi inexplicable, hacia abajo. Siempre hay algún voluntario o un misionero o un cooperante que, calladamente, realiza su labor por los más desfavorecidos, por los más pobres de entre los pobres.

Me voy de Dar y veo un anuncio rojo e inmenso de Coca Cola que atraviesa toda una calle: “Open Happiness”. “Abre felicidad”. Y yo me preguntó dónde la encontrará toda esta gente que vive con tan poca dignidad, dispuesto a colaborar, sencillamente, en la construcción de un mundo un poco más habitable y más humano.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias Juanje.
No parece que te vayas a acostumbrar. Si te parece, imprimo la entrada y se la leo a los chicos.
Un abrazo,
María